Hoy, quiero poneros un texto de un libro que estoy leyendo. El libro se llama "Mal de escuela" de Daniel Pennac. Empecé con el libro con ganas e ilusión y lo cierto es que enganche. Unas ganas e ilusión que me contagió una profesora de un curso que tuve hace un año... Espero que os guste. A mí me hace reflexionar, pero claro... Es mi vocación.
Nuestros "malos alumnos" (de los que se dice que no tienen porvenir) nunca van solos a la escuela. Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre, de miedo, de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente amenazador, de futuro condenado. Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a medio hacer y su familia a cuestas en la mochila. En realidad, la clase solo puede comenzar cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido pelada. Es difícil de explicar, pero a menudo solo basta una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos espíritus, instalarlos en un presente rigurosamente indicativo.
Naturalmente el beneficio será provisional, la cebolla se recompondrá a la salida y sin duda mañana habrá que empezar de nuevo. Pero enseñar es eso: volver a empezar hasta que nuestra necesaria desaparición como profesor. Si fracasamos en instalar a nuestros alumnos en el presente de indicativo de nuestra clase, si nuestro saber y el gusto de llevarlo a la práctica no arraigan en esos chicos y chicas, en el sentido botánico del término, su existencia se tambaleará sobre los cimientos de una carencia indefinida. Está claro que no habremos sido los únicos en excavar aquellas galerías o en no haber sabido colmarlas, pero esas mujeres y esos hombres habrán pasado uno o más años de su juventud aquí sentados ante nosotros. Y todo un año de escolaridad fastidiado no es cualquier cosa: es la eternidad en un jarro de cristal.
Nuestros "malos alumnos" (de los que se dice que no tienen porvenir) nunca van solos a la escuela. Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre, de miedo, de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente amenazador, de futuro condenado. Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a medio hacer y su familia a cuestas en la mochila. En realidad, la clase solo puede comenzar cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido pelada. Es difícil de explicar, pero a menudo solo basta una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos espíritus, instalarlos en un presente rigurosamente indicativo.
Naturalmente el beneficio será provisional, la cebolla se recompondrá a la salida y sin duda mañana habrá que empezar de nuevo. Pero enseñar es eso: volver a empezar hasta que nuestra necesaria desaparición como profesor. Si fracasamos en instalar a nuestros alumnos en el presente de indicativo de nuestra clase, si nuestro saber y el gusto de llevarlo a la práctica no arraigan en esos chicos y chicas, en el sentido botánico del término, su existencia se tambaleará sobre los cimientos de una carencia indefinida. Está claro que no habremos sido los únicos en excavar aquellas galerías o en no haber sabido colmarlas, pero esas mujeres y esos hombres habrán pasado uno o más años de su juventud aquí sentados ante nosotros. Y todo un año de escolaridad fastidiado no es cualquier cosa: es la eternidad en un jarro de cristal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario